Imaginen un enorme museo a cielo abierto de arena y agua y visitándolo sólo 3 personas, siendo tú una de ellas y tu acompañante, otra. Esa es la sensación que tuve cuando llegué a la espectacular playa de Lagoinha do Leste en Florianópolis, Brasil.
La principal razón de disfrutar de este peculiar museo de kilómetros de arena sin apenas gente es su complejo acceso.
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Cómo llegar a la playa de Lagoinha do Leste
Situada en el sur de la isla, hay que llegar en transporte público (el bus indica Pantano do Sul) o en coche, como hicimos nosotros y aunque Florianópolis no es demasiado grande, tiene un tráfico bastante denso, pudiendo tardar hasta 45 minutos en recorrer 20 kilómetros.
Una vez en el pueblo más cercano, Pantano do Sul, llega el momento de buscar el acceso, para lo cual lo mejor es preguntar, porque las señales son bastantes escasas y escondidas. Ya con el camino claro, llega el momento de caminar para llegar a la playa, enclavada en un parque municipal, de acceso gratuito. Y comenzamos a andar en chanclas, una muy mala decisión por nuestra parte, ya que el terreno no es propicio para ello. Lo que sí hicimos fue llevar agua y algo de comida, que nos vino fenomenal.
La recomendación es llevar calzado cerrado para el mini trekking que da acceso a la playa porque el terreno tiene muchas piedras, barro y en algunas zonas es muy resbaladizo.
El sendero es bastante sinuoso, con una parte destacable de subidas y bajadas entre piedras, podríamos decir que es sencillo, pero largo. Se tardan unos 60 minutos en hacer todo el trayecto a buen ritmo, quizás 80 minutos para los menos aventureros.
Vas avanzando entre árboles, con un solo sonido como música de fondo: el ruido de las olas, del océano. A veces te llega por un lado, otras por el opuesto, pero tras la pequeña cota hay una enorme recompensa, una playa de ensueño, Lagoinha do Leste.
En temporada alta, se recomienda llegar sobre las 10-11 am para no encontrar muchas personas y que la playa pierda parte de su encanto. En temporada baja, no debería haber problema y disfrutaréis de la playa casi para vosotros solos.
A disfrutar de la playa museo
Y tras luchar con las piedras y el barro en la última bajada llegamos a las puertas del museo. Creo que un par de minutos sin hablar puede reflejar la sensación que te genera la playa. Inmensa, magnífica, bella, extraordinaria y un fuerte oleaje, sólo apto para valientes o surfistas, que hacían el sendero cargados con sus tablas de surf y algunos descalzos, eso es pasión.
El entorno era un cuadro de colores vivos en movimiento, podías girar en cualquier dirección y sentir las emociones. A pesar del intenso viento, disfrutamos unas horas del lugar y lo recorrimos, lo saltamos y lo grabamos. Un museo sin seguridad, no hacía falta, todo era tan natural y puro, que no hay que guardarlo, sólo esconderlo un poco.
Como queríamos seguir disfrutando de Florianópolis, emprendimos el camino de vuelta, que se nos hizo bastante más corto que la ida, por nuestra intensa charla y porque conocíamos el recorrido. Al llegar a Pantano do Sul, teníamos clara una cosa, necesitábamos una cerveza bien fría y allí había unos bares a pie de playa que cumplieron nuestros deseos. Nada mejor para reponer fuerzas tras un intenso paseo con un sol de justicia.
Atardecer en la playa teatro de la Joaquina
Continuamos nuestra ruta del día hasta la playa de Joaquina, situada a escasos minutos de nuestro alojamiento en Barra de Lagoa. De esta playa si teníamos referencias y la mayoría la situaban como el punto de referencia (junto a la playa de Mole) para los surfistas en la isla. No se equivocaban, es el lugar ideal para surfear al atardecer, pero es mucho más, es un espectáculo visual y sonoro para tus sentidos. Un teatro de arena.
Llegamos casi atardeciendo, pero con tiempo suficiente para recorrer parte de los interminables kilómetros de la Joaquina. Caminar por su arena es una delicia, un placer para los pies y para ti. A pie de playa nos encontramos un tremendo ambiente de gente joven en una fiesta y la «terrible» música dance rompía un poco la magia del lugar, pero no tardaron en irse conforme el Sol comenzaba a esconderse. Los sonidos volvían a ser naturales.
Caminando un kilómetro nos dimos cuenta de que la gente se comenzaba a acumular en unas piedras situadas a la izquierda de la playa, justo al lado de una enorme mansión que todavía nos seguimos preguntando cómo consiguió edificar allí. Eso es tener, literalmente, una casa de playa, tanto que el coche tiene que entrar por la arena.
Con el Sol escondido tomamos asiento en «el teatro» de la Joaquina, pero habíamos llegado tarde, la mayoría de los asistentes ya habían comenzando a marchar, aún así escalamos un poco y buscamos una buena roca para ver el entorno de dunas, arenas, surfistas con un brillo del mar como hacía tiempo que no veía.
Uno de los momentos que más no impresionó fue ver cómo hacía paddle-surf una chica. Fue una espectáculo ver su habilidad y destreza para surfear olas de pie y con su remo.
Disfrutamos unos cuantos minutos de la escena, pero la oscuridad comenzaba a apoderarse del entorno y los surfistas dejaban las olas. Esa era la señal de marchar, pero prometiéndonos volver al día siguiente, no podíamos perder la oportunidad de contemplar un atardecer en la playa de Joaquina.
Y regresamos al día siguiente, donde sí que tuvimos la oportunidad de elegir un buen asiento y sentarnos a disfrutar del espectáculo de surfistas al atardecer que nos dejó multiples escenas en nuestra retina.
Sin duda, uno de los días más destacados de todo mi paso por Brasil. Combinar la visita a un museo de cielo abierto y un teatro en dos playas diferentes es algo al alcance de muy pocos destinos y Florianópolis lo consigue.